domingo, 15 de enero de 2017

De Linelle. La muerte de Linelle.


Las noticias que llegaban de Jehannah no mejoraban un ápice. Las
afueras de Tallan no se llevaban una mejor reputación. Recordaba
perfectamente cuándo todo había comenzado a cambiar. Había sido en el
momento en que aquél que llamaban el dragón renacido había puesto un
pié en la ciudad. Siempre había habido bandidos y malnacidos que
querían aprovecharse del esfuerzo de otros para subsistir, pero la
maldad y el egoísmo que profesaban los humanos después de que el tal
Al’Thor hubiera enredado los hilos de Tallan, eran siniestros. Se
había fijado una nueva normalidad. Linelle concluyó que el paso del
ta’veren por su tierra había supuesto una nueva configuración de la
realidad de aquel sitio. Al marcharse era probable que el entramado se
hubiera anudado y rasgado en varios sitios. Eso tenía lógica. El
trabajo no había menguado, las incursiones trollocs no habían
aumentado, los sembradíos no se estropeaban como había oído que
ocurría en otras tierras aledañas. Sólo la maldad y la avaricia
parecían haberse incrementado en un porcentaje fijo. Sin causa
aparente.

Linelle llevaba cálculos muy precisos de los acontecimientos. Cada mes
los saqueos reportados ascendían a cincuenta y tres. Un hombre de
entre treinta y cuarenta años enloquecía.  Tres mujeres adolescentes
descubrían tener capacidad para encauzar de las cuales siempre moría
asesinada la cantidad exacta necesaria para mantener el número total
de encauzadoras por debajo de trece. Había apuntado, también, que si
alguna de estas mujeres abandonaba el pueblo, las muertes y
desapariciones siempre mantenían al número de éstas exactamente en
doce. La lista de patrones inequívocos era extensa pero uno en
particular era al que había estado alerta desde que lo había anotado
por vez primera. La muerte de una mujer en su octogésimo aniversario.
Claro que la pauta no era tan evidente para quien no pusiera atención.
Los censos de Jehannah no eran ni de lejos lo suficientemente
exhaustivos como para notarlo. Pero Linelle sí.

Sabía que la muerte podía venirla a buscar y estaba preparada para
ella. Varic la estaría esperando. Pero no bajaría los brazos ni se
dejaría arrastrar por los caprichos de un ta’veren desordenado. ¿De
qué le valía que el dragón renacido salvara a la humanidad si se la
llevaba a ella en el proceso quitándole la oportunidad de participar
de los eventos? Y tan sólo por un antojo de las matemáticas. Aquél día
sería decisivo. Linelle, aun con setenta y nueve años, suspiró.

Jumara había llegado con fuertes vientos provenientes del oeste.
Tomando carrera desde la montaña de la niebla, animaba a las cosechas
a danzar en un vaivén frenético que arrancaba las chalas de los
maizales. Envuelta en una capa de gruesa lana tejida hacía largos
años, con una botella debajo del brazo cerró la puerta de la cabaña y
se dirigió al campo de la única longeva que podría salvarle la vida
aquél mes en el que ella misma también cumpliría los ochenta.
Cordevine la recibió con un pastel casero de moras con nata. No tenía
hambre pero se obligó a comer en su honor. Aunque su amiga no lo
supiera, ese sería el último festejo que tendrían juntas. Jugaron unas
partidas de dados acompañadas del añejo licor de jengibre. A medida
que iba transcurriendo el tiempo los gritos y risas de ambas fueron
subiendo tanto de tono como el alcohol subía a sus cabezas.

— Por la luz Cordevine, no imaginas cuánto te extrañaré. — Le dijo sin
lograr inhibir aquella información que tanto había celado estando
sobria.

— ¿Qué dices vieja borracha? ¿Piensas marcharte? — Le respondió
Cordevine con un golpe en la mesada de madera seguido de una carcajada
incoherente.

— No me hagas caso. No sé ni lo que digo. — Linelle aspiró un poco del
incienso que inundaba el aire. Nada indicaba que ese fuera un día de
muerte. Por lo contrario la felicidad de la vida rebosaba en ambas.

— Dices tonterías, eso es lo que dices. Pero eso no es normal en ti.
Cuéntale a esta vieja. ¿Qué ocurre mujer? — Cordevine tomó otro largo
trago y lanzó los dados. Los ojos del oscuro.

En otro momento no se hubiera debatido siquiera en compartir con ella
sus cálculos, pero las copas de más habían hecho mella en su poder de
control. No pudo evitarlo más y tuvo la necesidad de compartir todo lo
que sabía.

— No despediremos Jumara juntas. — Dijo por fin. Las gallinas
comenzaron a cacarear en el galpón exterior.

— Me tienes intrigada. Si no vas a ningún lado. ¿A qué te refieres? —
Cordevine dejó su jarra a un lado y se paró para acercarse a la
ventana. Descorrió la cortina para echar un vistazo fuera.

— Una de nosotras morirá este mes. — Sentenció finalmente mientras
intentaba enfocar la vista fuera de la casa, más allá de donde
Cordevine sujetaba la tela de las cortinas abiertas. — Según mis
cálculos...

La anciana mujer se llevó una mano al pecho y ahogó un grito. No fue
por el mal augurio de Linelle.

Lo siguiente fue el estallido del vidrio y la caída de la mujer a un
lado de la ventana. Un hombre con el rostro tapado por un pañuelo se
impulsó con ambas manos en el marco y saltó dentro de la casa.
Cordevine intentó alejarse arrastrándose hacia atrás con una mano en
alto en un acto reflejo por evitar los virotes del cristal. El bandido
fue directamente por ella. Linelle no estuvo en condiciones de
reaccionar. El hombre no había reparado en ella todavía.

No consiguió distinguir la escena. La imagen era borrosa. La figura le
tapó la boca a su amiga y tiró de la mujer para que se incorporara.
Linelle cerró los ojos con fuerza y se concentró en los latidos de su
propio corazón. Cada bombeo sincronizado formaba un ritmo perfecto.
Cada vez más potente. Cada vez más veloz. Cuando abrió los ojos el
efecto del licor parecía haber desaparecido. Asía la fuente, ahora. Su
percepción se vio multiplicada decenas de veces. Con la visión
restaurada comenzó a tejer una bola de fuego. ¡Luz! Si tan sólo
tuviera más práctica, pensó. El tejido se deshizo en el momento en que
temió lastimar a Cordevine. Instintivamente se paró para ir en ayuda
de su amiga. El hombre volteó automáticamente. La había oído.

— ¡Quieta ahí mujer! — Le gritó señalándola con una mano en alto —
Entregadme todo cuanto sea de valor y me iré sin haceros daño. — La
promesa quedó rota en el momento en que, de un tirón, intentó poner a
Cordevine frente a él escudándose con ella. El cuello de su amiga se
quebró con un chasquido atronador. El poder asido hizo que retumbara
en su cabeza el sonido de las cervicales quebradas. También oyó la
fuerte inhalación del sujeto. Su corazón palpitando a una velocidad
vertiginosa. Su sorpresa delataba que no había sido su intención
matarla. El desenlace, sin embargo, era un augurio que ninguno de los
presentes podía haber evitado. Conteniendo un grito de congoja, tejió
una bola de fuego e incineró al asesino de Cordevine.



Linelle se encontraba en su casa sentada en la mecedora esperando por
la Aes Sedai. Sus cálculos no habían fallado. Mantenía la taza de té
muy cerca de la nariz para evitar el olor a carne quemada que despedía
el cuerpo que yacía a su lado. Volvió a empujarse con el pié derecho y
se contentó con los últimos momentos de serenidad que tendría su vida.
Aquel olor era el recordatorio del agridulce aniversario de su amiga.
Ningún desenlace aquella noche podría haber sido feliz. Al fin de
cuentas si Cordevine hubiera sobrevivido al atentado, ella estaría a
punto de morir por los designios del entramado.

Volvió a repasar la lista mental de todo lo que debía llevarse consigo
y asintió conforme con saber que todo estaba preparado. En verdad ya
había revisado el baúl antes de enviar aquel mensaje a las Aes Sedai.
Sabía que la carta era un anzuelo para que vinieran a llevarla de las
pestañas a la torre. Pues bien, no pensaba ir viajando en carreta todo
el camino desde Ghealdan hacia Tar Valon. Sintió un gran poder fuera
de la casa. Alguien había llegado encauzando. Ella se paró ayudada por
su bastón y, con esfuerzo, acercó el cuerpo inerte de su amiga a la
mecedora.

— ¡Ya voy! — Gritó desde dentro a la mujer que venía por ella. Tomó
las dos agujas de tejer que tenía preparadas sobre un banco de madera
y las colocó en posición sobre el cuerpo.  Jamás había fingido una
muerte. Debía funcionar. Había tomado los recaudos suficientes. La
pequeña cabaña ardería desde sus cimientos. Su vida se evaporaría en
cuestión de pocas horas cuando las llamas de la chimenea alcanzaran
los montones de sábanas y ropas viejas que había dejado dispersos por
el piso del hogar. Había ubicado una cesta de mimbre con otros pocos
de ropa limpia dentro, aunque volcada hacia un lado. No tenía la
certeza de cuánto de la casa quedaría en pié. Pero en caso de que no
se convirtiera todo en cenizas, el cuadro terminado debía lucir como
si un descuido había sido el culpable. Por esa misma razón la mecedora
se encontraba tan cerca del fuego.

Linelle no reportó la muerte. Necesitaba el cuerpo. Aquel día de
Jumara era su octogésimo aniversario. Sabía que sobreviviría. Jumara
se había cobrado su sacrificio en la vida de Cordevine. Su partida
serviría a una causa. Linelle debía abandonar a su familia y procurar
que jamás la buscaran. Abel nunca aceptaría que partiera hacia la
torre blanca. Nadie en su familia comprendía el significado de un bien
mayor. Debían hacer el duelo y qué mejor momento que éste. Ya puestos
a sufrir por Varic, no podía empeorar mucho la situación enfrentarse a
su muerte.

Las piezas estaban en su lugar. Se dirigió a la puerta y antes de
cerrarla tejió un hilo de fuego que comenzó el incendio.

Al salir una Aes Sedai la esperaba en medio del patio. Si no se daba
prisa el humo comenzaría a verse, el olor a quemado también y no
pensaba explicar ni ápice de su enloquecido plan.

— ¿Lista para convertirte en una novicia? — Dijo la mujer a la vez que
abría un acceso hacia Tar Valon.

— ¿Lista yo?, Hay que ver si la torre está lista para mí. — Esa fue la
primera vez que un hilo de aire le dio un latigazo de castigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario