miércoles, 27 de septiembre de 2017

De Keiven. Una visita inesperada



Abrí los ojos sin recordar dónde me hallaba o cómo había llegado allí. Me encontraba en una estancia de la Torre. La mampostería sí me resultaba familiar. No había ventanas y el camastro sobre el que estaba tumbado era estrecho y de aspecto poco confortable. Una puerta, cerrada, era el único hueco visible. Me mareé nada más tratar de levantarme. Las muñecas temblaban por sostener el peso de mi espalda erguida.
—Si no estuviera segura de que no eres Taveren, pensaría que eres uno de ellos. Pero no, eres un fronterizo de pura cepa, de eso no cabe duda.
La voz, serena y calculadora, pertenecía a la mujer rechoncha que se sentaba en el rincón que mi postura me ocultaba. Con sumo cuidado, me giré hasta encontrarme con una hermana. Se cubría los hombros con un chal de flecos marrones. Su rostro intemporal no ocultaba unos rasgos duros, enmarcados por una melena rizada que acentuaba su cara redonda.
—¿Qué me ha sucedido, hermana? —Fue todo lo que atiné a decir. Si había herido alguna susceptibilidad, no lo dejó traslucir.
—Te caíste en medio de uno de los pasillos, balbuceando palabras en la antigua lengua. Tuviste suerte de que me hallara camino de la biblioteca —dijo todo aquello con una mueca de contrariedad por verse obligada a dar explicaciones.
—Yo no hablo esa lengua, apenas conozco algún poema en…
—No pongas en duda mis palabras, muchacho —el tono había cobrado una cualidad casi física y restalló en mis oídos como un relámpago.
—Cla… claro, hermana, lo siento, aún estoy aturdido.
—Te dirigirás a mí como Anedra Sedai, chico.
Asentí, lo que me costó una nueva náusea que apenas reprimí.
—Dime —continuó como si comenzara la conversación de nuevo. Tuvo hasta el detalle de hacer flotar una taza de té humeante hasta mis manos, sin molestarse en preguntar si quería. En cualquier caso, lo agradecí—, ¿has tenido sueños extraños, como si caminaras por un mundo similar al nuestro pero… —buscó las palabras con la evidente intención de explicarlo a un lerdo. Y tenía razón, cada vez entendía menos lo que se proponía— con una luz que provenía de todas partes y ninguna?
—No, Anedra Sedai. Al menos que yo recuerde.
—Bien, pasemos a otro punto. ¿Y recuerdos que invadan tu mente como propios?
Me quedé helado. ¿Cómo podía ella saber…? No confiaba en ella. A decir verdad, desde mi llegada a la Torre Blanca, no me había topado con ninguna Aes Sedai que despertara en mí el más mínimo sentimiento de cercanía. Siempre envueltas en sus asuntos, ignoraban al resto de habitantes de la torre y yo no estaba, precisamente, entre los más destacados. Pero aquel asunto era algo que no me había atrevido a contar al Señor de Guardianes ni al propio Sartek, mi mentor.
—No es necesario que respondas, muchacho. Tus ojos y tus dudas me lo dicen todo. Tus estrafalarios ropajes, esa espada que llevas… He oído que eres un músico de dotes… digamos aceptables.
Me ardían las mejillas pero no lograba discernir si se debía al embarazo o a la ira. Me envolví en el vacío, concentrada la mente en la llama que titilaba en su centro aislándome de las emociones para apaciguarme.
—¿Qué recuerdas de tu infancia? ¿De tus padres? ¿Tu casa en Fal Dara te resulta familiar? —las preguntas se disparaban como virotes y era incapaz de esquivarlas tanto como de asimilarlas. Anedra sabía algo sobre mí que yo mismo ignoraba. Claudiqué con mi respuesta, la aceptación de que ella tenía razón, intuyendo que no me quedaba otra vía para desempañar la niebla de mi pasado.
—He oído algunos casos como el tuyo en los últimos tiempos —prosiguió—. Con el advenimiento del Dragón renacido, el entramado ha entrado en una espiral vertiginosa… —Se levantó para irse. Se marchaba sin despedirse, cuanto menos sin resolver el enigma.
—Hermana, yo…
Me envolvió el calor y, de pronto, era incapaz de mover un solo músculo. El Poder Único. Me había inmovilizado con el Saidar y ni siquiera se había girado a mirarme. No me quedó otra que contemplar la puerta al cerrarse tras ella. Los flujos que me retenían se disolvieron poco después. A trancas y barrancas, me levanté y llegué hasta el picaporte. No estaba encerrado, pero al asomarme al corredor, estaba desierto. Ni el leve rumor de unos escarpines delataba que alguien caminara por él en cualquier dirección. Al misterio de mis orígenes, se sumaba ahora el de aquella marrón circunspecta y sus conocimientos no compartidos. ¿Debía hablar de ello con el señor Farid o esperar acontecimientos? Cuando regresé al barracón, me encontraba físicamente recuperado, pero mi mente era un torbellino en el que me aterraba atisbar.


Abrí los ojos sin recordar dónde me hallaba o cómo había llegado allí. Me encontraba en una estancia de la Torre. La mampostería sí me resultaba familiar. No había ventanas y el camastro sobre el que estaba tumbado era estrecho y de aspecto poco confortable. Una puerta, cerrada, era el único hueco visible. Me mareé nada más tratar de levantarme. Las muñecas temblaban por sostener el peso de mi espalda erguida.
—Si no estuviera segura de que no eres Taveren, pensaría que eres uno de ellos. Pero no, eres un fronterizo de pura cepa, de eso no cabe duda.
La voz, serena y calculadora, pertenecía a la mujer rechoncha que se sentaba en el rincón que mi postura me ocultaba. Con sumo cuidado, me giré hasta encontrarme con una hermana. Se cubría los hombros con un chal de flecos marrones. Su rostro intemporal no ocultaba unos rasgos duros, enmarcados por una melena rizada que acentuaba su cara redonda.
—¿Qué me ha sucedido, hermana? —Fue todo lo que atiné a decir. Si había herido alguna susceptibilidad, no lo dejó traslucir.
—Te caíste en medio de uno de los pasillos, balbuceando palabras en la antigua lengua. Tuviste suerte de que me hallara camino de la biblioteca —dijo todo aquello con una mueca de contrariedad por verse obligada a dar explicaciones.
—Yo no hablo esa lengua, apenas conozco algún poema en…
—No pongas en duda mis palabras, muchacho —el tono había cobrado una cualidad casi física y restalló en mis oídos como un relámpago.
—Cla… claro, hermana, lo siento, aún estoy aturdido.
—Te dirigirás a mí como Anedra Sedai, chico.
Asentí, lo que me costó una nueva náusea que apenas reprimí.
—Dime —continuó como si comenzara la conversación de nuevo. Tuvo hasta el detalle de hacer flotar una taza de té humeante hasta mis manos, sin molestarse en preguntar si quería. En cualquier caso, lo agradecí—, ¿has tenido sueños extraños, como si caminaras por un mundo similar al nuestro pero… —buscó las palabras con la evidente intención de explicarlo a un lerdo. Y tenía razón, cada vez entendía menos lo que se proponía— con una luz que provenía de todas partes y ninguna?
—No, Anedra Sedai. Al menos que yo recuerde.
—Bien, pasemos a otro punto. ¿Y recuerdos que invadan tu mente como propios?
Me quedé helado. ¿Cómo podía ella saber…? No confiaba en ella. A decir verdad, desde mi llegada a la Torre Blanca, no me había topado con ninguna Aes Sedai que despertara en mí el más mínimo sentimiento de cercanía. Siempre envueltas en sus asuntos, ignoraban al resto de habitantes de la torre y yo no estaba, precisamente, entre los más destacados. Pero aquel asunto era algo que no me había atrevido a contar al Señor de Guardianes ni al propio Sartek, mi mentor.
—No es necesario que respondas, muchacho. Tus ojos y tus dudas me lo dicen todo. Tus estrafalarios ropajes, esa espada que llevas… He oído que eres un músico de dotes… digamos aceptables.
Me ardían las mejillas pero no lograba discernir si se debía al embarazo o a la ira. Me envolví en el vacío, concentrada la mente en la llama que titilaba en su centro aislándome de las emociones para apaciguarme.
—¿Qué recuerdas de tu infancia? ¿De tus padres? ¿Tu casa en Fal Dara te resulta familiar? —las preguntas se disparaban como virotes y era incapaz de esquivarlas tanto como de asimilarlas. Anedra sabía algo sobre mí que yo mismo ignoraba. Claudiqué con mi respuesta, la aceptación de que ella tenía razón, intuyendo que no me quedaba otra vía para desempañar la niebla de mi pasado.
—He oído algunos casos como el tuyo en los últimos tiempos —prosiguió—. Con el advenimiento del Dragón renacido, el entramado ha entrado en una espiral vertiginosa… —Se levantó para irse. Se marchaba sin despedirse, cuanto menos sin resolver el enigma.
—Hermana, yo…
Me envolvió el calor y, de pronto, era incapaz de mover un solo músculo. El Poder Único. Me había inmovilizado con el Saidar y ni siquiera se había girado a mirarme. No me quedó otra que contemplar la puerta al cerrarse tras ella. Los flujos que me retenían se disolvieron poco después. A trancas y barrancas, me levanté y llegué hasta el picaporte. No estaba encerrado, pero al asomarme al corredor, estaba desierto. Ni el leve rumor de unos escarpines delataba que alguien caminara por él en cualquier dirección. Al misterio de mis orígenes, se sumaba ahora el de aquella marrón circunspecta y sus conocimientos no compartidos. ¿Debía hablar de ello con el señor Farid o esperar acontecimientos? Cuando regresé al barracón, me encontraba físicamente recuperado, pero mi mente era un torbellino en el que me aterraba atisbar.

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