Abrí los ojos sin recordar dónde me hallaba o cómo había
llegado allí. Me encontraba en una estancia de la Torre. La mampostería sí me
resultaba familiar. No había ventanas y el camastro sobre el que estaba tumbado
era estrecho y de aspecto poco confortable. Una puerta, cerrada, era el único
hueco visible. Me mareé nada más tratar de levantarme. Las muñecas temblaban
por sostener el peso de mi espalda erguida.
—Si no estuviera segura
de que no eres Taveren, pensaría que eres uno de ellos. Pero no, eres un
fronterizo de pura cepa, de eso no cabe duda.
La voz, serena y
calculadora, pertenecía a la mujer rechoncha que se sentaba en el rincón que mi
postura me ocultaba. Con sumo cuidado, me giré hasta encontrarme con una
hermana. Se cubría los hombros con un chal de flecos marrones. Su rostro
intemporal no ocultaba unos rasgos duros, enmarcados por una melena rizada que
acentuaba su cara redonda.
—¿Qué me ha sucedido,
hermana? —Fue todo lo que atiné a decir. Si había herido alguna susceptibilidad,
no lo dejó traslucir.
—Te caíste en medio de
uno de los pasillos, balbuceando palabras en la antigua lengua. Tuviste suerte
de que me hallara camino de la biblioteca —dijo todo aquello con una mueca de
contrariedad por verse obligada a dar explicaciones.
—Yo no hablo esa lengua,
apenas conozco algún poema en…
—No pongas en duda mis
palabras, muchacho —el tono había cobrado una cualidad casi física y restalló
en mis oídos como un relámpago.
—Cla… claro, hermana, lo
siento, aún estoy aturdido.
—Te dirigirás a mí como
Anedra Sedai, chico.
Asentí, lo que me costó
una nueva náusea que apenas reprimí.
—Dime —continuó como si
comenzara la conversación de nuevo. Tuvo hasta el detalle de hacer flotar una
taza de té humeante hasta mis manos, sin molestarse en preguntar si quería. En
cualquier caso, lo agradecí—, ¿has tenido sueños extraños, como si caminaras
por un mundo similar al nuestro pero… —buscó las palabras con la evidente
intención de explicarlo a un lerdo. Y tenía razón, cada vez entendía menos lo
que se proponía— con una luz que provenía de todas partes y ninguna?
—No, Anedra Sedai. Al
menos que yo recuerde.
—Bien, pasemos a otro
punto. ¿Y recuerdos que invadan tu mente como propios?
Me quedé helado. ¿Cómo
podía ella saber…? No confiaba en ella. A decir verdad, desde mi llegada a la
Torre Blanca, no me había topado con ninguna Aes Sedai que despertara en mí el
más mínimo sentimiento de cercanía. Siempre envueltas en sus asuntos, ignoraban
al resto de habitantes de la torre y yo no estaba, precisamente, entre los más
destacados. Pero aquel asunto era algo que no me había atrevido a contar al
Señor de Guardianes ni al propio Sartek, mi mentor.
—No es necesario que
respondas, muchacho. Tus ojos y tus dudas me lo dicen todo. Tus estrafalarios
ropajes, esa espada que llevas… He oído que eres un músico de dotes… digamos
aceptables.
Me ardían las mejillas
pero no lograba discernir si se debía al embarazo o a la ira. Me envolví en el
vacío, concentrada la mente en la llama que titilaba en su centro aislándome de
las emociones para apaciguarme.
—¿Qué recuerdas de tu
infancia? ¿De tus padres? ¿Tu casa en Fal Dara te resulta familiar? —las
preguntas se disparaban como virotes y era incapaz de esquivarlas tanto como de
asimilarlas. Anedra sabía algo sobre mí que yo mismo ignoraba. Claudiqué con mi
respuesta, la aceptación de que ella tenía razón, intuyendo que no me quedaba
otra vía para desempañar la niebla de mi pasado.
—He oído algunos casos
como el tuyo en los últimos tiempos —prosiguió—. Con el advenimiento del Dragón
renacido, el entramado ha entrado en una espiral vertiginosa… —Se levantó para
irse. Se marchaba sin despedirse, cuanto menos sin resolver el enigma.
—Hermana, yo…
Me envolvió el calor y,
de pronto, era incapaz de mover un solo músculo. El Poder Único. Me había
inmovilizado con el Saidar y ni siquiera se había girado a mirarme. No me quedó
otra que contemplar la puerta al cerrarse tras ella. Los flujos que me retenían
se disolvieron poco después. A trancas y barrancas, me levanté y llegué hasta
el picaporte. No estaba encerrado, pero al asomarme al corredor, estaba
desierto. Ni el leve rumor de unos escarpines delataba que alguien caminara por
él en cualquier dirección. Al misterio de mis orígenes, se sumaba ahora el de
aquella marrón circunspecta y sus conocimientos no compartidos. ¿Debía hablar
de ello con el señor Farid o esperar acontecimientos? Cuando regresé al
barracón, me encontraba físicamente recuperado, pero mi mente era un torbellino
en el que me aterraba atisbar.
Abrí los ojos sin recordar dónde me hallaba o cómo había
llegado allí. Me encontraba en una estancia de la Torre. La mampostería sí me
resultaba familiar. No había ventanas y el camastro sobre el que estaba tumbado
era estrecho y de aspecto poco confortable. Una puerta, cerrada, era el único
hueco visible. Me mareé nada más tratar de levantarme. Las muñecas temblaban
por sostener el peso de mi espalda erguida.
—Si no estuviera segura
de que no eres Taveren, pensaría que eres uno de ellos. Pero no, eres un
fronterizo de pura cepa, de eso no cabe duda.
La voz, serena y
calculadora, pertenecía a la mujer rechoncha que se sentaba en el rincón que mi
postura me ocultaba. Con sumo cuidado, me giré hasta encontrarme con una
hermana. Se cubría los hombros con un chal de flecos marrones. Su rostro
intemporal no ocultaba unos rasgos duros, enmarcados por una melena rizada que
acentuaba su cara redonda.
—¿Qué me ha sucedido,
hermana? —Fue todo lo que atiné a decir. Si había herido alguna susceptibilidad,
no lo dejó traslucir.
—Te caíste en medio de
uno de los pasillos, balbuceando palabras en la antigua lengua. Tuviste suerte
de que me hallara camino de la biblioteca —dijo todo aquello con una mueca de
contrariedad por verse obligada a dar explicaciones.
—Yo no hablo esa lengua,
apenas conozco algún poema en…
—No pongas en duda mis
palabras, muchacho —el tono había cobrado una cualidad casi física y restalló
en mis oídos como un relámpago.
—Cla… claro, hermana, lo
siento, aún estoy aturdido.
—Te dirigirás a mí como
Anedra Sedai, chico.
Asentí, lo que me costó
una nueva náusea que apenas reprimí.
—Dime —continuó como si
comenzara la conversación de nuevo. Tuvo hasta el detalle de hacer flotar una
taza de té humeante hasta mis manos, sin molestarse en preguntar si quería. En
cualquier caso, lo agradecí—, ¿has tenido sueños extraños, como si caminaras
por un mundo similar al nuestro pero… —buscó las palabras con la evidente
intención de explicarlo a un lerdo. Y tenía razón, cada vez entendía menos lo
que se proponía— con una luz que provenía de todas partes y ninguna?
—No, Anedra Sedai. Al
menos que yo recuerde.
—Bien, pasemos a otro
punto. ¿Y recuerdos que invadan tu mente como propios?
Me quedé helado. ¿Cómo
podía ella saber…? No confiaba en ella. A decir verdad, desde mi llegada a la
Torre Blanca, no me había topado con ninguna Aes Sedai que despertara en mí el
más mínimo sentimiento de cercanía. Siempre envueltas en sus asuntos, ignoraban
al resto de habitantes de la torre y yo no estaba, precisamente, entre los más
destacados. Pero aquel asunto era algo que no me había atrevido a contar al
Señor de Guardianes ni al propio Sartek, mi mentor.
—No es necesario que
respondas, muchacho. Tus ojos y tus dudas me lo dicen todo. Tus estrafalarios
ropajes, esa espada que llevas… He oído que eres un músico de dotes… digamos
aceptables.
Me ardían las mejillas
pero no lograba discernir si se debía al embarazo o a la ira. Me envolví en el
vacío, concentrada la mente en la llama que titilaba en su centro aislándome de
las emociones para apaciguarme.
—¿Qué recuerdas de tu
infancia? ¿De tus padres? ¿Tu casa en Fal Dara te resulta familiar? —las
preguntas se disparaban como virotes y era incapaz de esquivarlas tanto como de
asimilarlas. Anedra sabía algo sobre mí que yo mismo ignoraba. Claudiqué con mi
respuesta, la aceptación de que ella tenía razón, intuyendo que no me quedaba
otra vía para desempañar la niebla de mi pasado.
—He oído algunos casos
como el tuyo en los últimos tiempos —prosiguió—. Con el advenimiento del Dragón
renacido, el entramado ha entrado en una espiral vertiginosa… —Se levantó para
irse. Se marchaba sin despedirse, cuanto menos sin resolver el enigma.
—Hermana, yo…
Me envolvió el calor y,
de pronto, era incapaz de mover un solo músculo. El Poder Único. Me había
inmovilizado con el Saidar y ni siquiera se había girado a mirarme. No me quedó
otra que contemplar la puerta al cerrarse tras ella. Los flujos que me retenían
se disolvieron poco después. A trancas y barrancas, me levanté y llegué hasta
el picaporte. No estaba encerrado, pero al asomarme al corredor, estaba
desierto. Ni el leve rumor de unos escarpines delataba que alguien caminara por
él en cualquier dirección. Al misterio de mis orígenes, se sumaba ahora el de
aquella marrón circunspecta y sus conocimientos no compartidos. ¿Debía hablar
de ello con el señor Farid o esperar acontecimientos? Cuando regresé al
barracón, me encontraba físicamente recuperado, pero mi mente era un torbellino
en el que me aterraba atisbar.
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