La sed lo torturaba. Lo torturaba más aún que el hambre que le roía el
estómago como una rata colérica, más aún de la pesada viga de roble que le inmovilizaba el pecho, más aún que el montón de
cascotes
en cuyas entrañas reposaban sus piernas, dolorosamente torcidas.
Sentía la garganta como el cuero agrietado de una silla de montar tras
un día de cabalgata bajo el sol estival.
Gracias a la Luz, la viga que lo atrapaba se apoyaba sobre otros
restos, pues, de lo contrario, yacería aplastado en medio de las ruinas quemadas de lo que había sido su hogar durante los últimos
siete años.
Estaría yerto, rígido frío como una piedra más. Sería un cadáver, como
los que lo rodeaban. Como el resto de su familia, como su padre, madre
y hermano.
No los veía, pero sabía que estaban allí. Tal vez fuera mejor así, tal
vez él también hubiera debido de morir,, pues la vida tal como la había conocido había sido bruscamente destruida.
Cerró los ojos e intentó de nuevo librarse de las ligaduras que le
sujetaban las manos, pero no tuvo éxito. Al fin y al cabo, su padre
estaba muy acostumbrado a trabar las patas de los caballos de la granja y donde hacía un nudo nadie era capaz de deshacerlo.
Pensó en renunciar a todo esfuerzo y en dejarse morir, no debía de
faltar mucho ya.
Lágrimas perezosas se escurrieron por debajo de los párpados y trazaron claros senderos sobre el polvo y el hollín que le cubrían
las mejillas.
El viento murmuraba en las hojas de los árboles que rodeaban la casa
destruida y siseaba entre las ruinas.
Aquello le recordó su infancia, hacía tiempo que no le venía a la
mente.
Recordó el viento meciendo los árboles de las avenidas de Caemlyn.
Recordaba una gran ciudad dorada, enorme a sus ojos como solo podría
serlo para un niño de tres años.
Las bulliciosas calles, avenidas y plazas repletas de gente, los
buhoneros, los gritos de los vendedores ambulantes, el traqueteo de los carros.
Recordó los días en que paseaba con su madre y su hermano y ella le
contaba historias antiguas sobre la nobleza y bravura de las reinas de
Andor y de la legendaria valentía y disciplina de los ejércitos
andoreños.
Recordaba haber llegado hasta la puerta oriental y haber mirado a los
altos guardias rubios con el león de Andor en la sobreveste que
vigilaban la entrada a la ciudad.
Recordó su gallardía, su noble apostura y recordó como siempre le
hacían pensar en que nadie podría traspasar aquellas puertas mientras
aquellos hombres las defendieran.
Recordó haberse sentido orgulloso de que su padre fuera uno de ellos. Y no uno cualquiera, el jefe, el comandante, el general...
o lo que
fuera.
Años más tarde, cuando tuvo algo más de entendimiento, supo que su
padre era un oficial de rango más bajo que alto, uno entre muchos y ni
con mucho el más importante.
Había sido feliz en Caemlyn, pese a no tener muchos recuerdos. Sobre
todo recordaba haber vivido en una casa grande, con dos criados y un
patio interior con una fuente. Recordaba el patio, la fuente y las
naranjas. Su madre se las pelaba y se las partía en gajos, dulces y
sabrosos, frescos como el murmullo de la fuente.
¿cuándo habían empezado a torcerse las cosas?
Ahora sabía que todo había empezado cuando Ragarith enfermó.
Al principio, su hermano mayor solo sufría leves jaquecas, vómitos,
dolores de estómago y sobre todo y por encima de todo, pesadillas
estremecedoras que lo hacían despertarse gritando y bañado en sudor. Las pesadillas no lo dejaban dormir, e iban a peor.
También empezaron a suceder cosas malas aunque para un niño de tres
años la conexión estaba más allá de su corto alcance.
Las cosas se rompían cuando Ragadith estaba cerca, especialmente
cuando se acababa de despertar de una pesadilla particularmente
aterradora.
En un par de ocasiones la ventana del cuarto que ambos niños compartían estalló como si alguien hubiera lanzado una piedra desde
la calle, pero nunca se encontró la piedra.
Una mañana, el baúl en que guardaban sus ropas apareció con las
bisagras y los cerrojos metálicos soldados, como si siempre hubieran
formado una sola pieza.
Una noche en que su madre entró a la carrera, atraída por los gritos de ragarith, lo encontró en pie sobre la cama, con los ojos
desmesuradamente abiertos y aullando a algo invisible que lo dejase en
paz, que no se lo llevaría.
Su madre lo tocó, trató de agarrarlo para abrazarlo, pero el niño se
sobresaltó como si lo hubiera picado una avispa, y su madre se vió
catapultada hacia atrás, estampándose contra la pared.
Lo peor había sido la noche en que Khaledrath se despertó y vio a su
hermano sentado en la cama, sudoroso, pálido y tembloroso. Tenía los
ojos cerrados y se mecía atrás y adelante y, de pronto, el cofre de
madera que había junto a la pared ardió. No fue algo paulatino, como
cuando se enciende una hoguera. En un instante el cofre de madera
estaba intacto, y al segundo siguiente unas llamas feroces lo envolvían y lo devoraban con ferocidad.
Desde entonces los hermanos durmieron en habitaciones separadas y todo
mueble u objeto combustible fue cuidadosamente retirado de la
habitación de Ragarith.
Fueron tiempos breves, pero malos. El miedo imbuía la casa y a sus
padres como una mortaja y los paseos por Caemlyn casa eran cada vez
menos frecuentes.
Todo terminó de forma abrupta una noche.
Su padre había entrado en casa como un vendaval dando órdenes con una
voz que Khaledrath nunca había oído. Sonaba distinto, ajeno. Ordenaba
con tono de jefe, de mandar sobre guardias altos que guardan puertas de
ciudades y que parecen invencibles.
Ragadith y Khaledrath fueron despertados, levantados y vestidos a toda
prisa.
Solo cogieron un puñado de ropa que metieron en un atillo
apresuradamente. Su padre rebuscó en el arcón grande, sobre el que
solía colgar la espada y bajó las escaleras cargando un talego de cuero
que parecía pesado. La espada iba colgada del cinturón, algo inaudito.
Iba cubierto por una capa oscura, pero bajo ella vestía el peto de la
guardia e iba equipado con brazales, yelmo y grebas.
Ver a su padre dispuesto para la batalla fue lo que más lo alarmó, pero
el miedo era tal que no se atrevió a llorar.
Salieron de Caemlyn en plena oscuridad por la puerta del oeste. No fue
fácil.
Al principio, su padre intercambió unas cuantas palabras con los dos
soldados de guardia e incluso hubo risas por ambas partes. Luego el
tono se fue tornando cada vez más brusco y cortante. Los guardias
abrieron una de las hojas pero preguntaron algo que su padre no supo o
no quiso responder.
El intercambio verbal fue subiendo de tono y finalmente su padre agachó
la cabeza y pareció ceder. Los guardias se volvieron y comenzaron a
cerrar la puerta pero entonces sucedió algo horrible, algo inaudito,
algo que un niño de tres años no podía concebir ni comprender.
Su padre se acercó de prisa a los guardias vueltos de espaldas. Una
hoja cruel relució a la débil luz de las antorchas y se oyeron sendos
gorgoteos.
Nadie dijo nada, pero Khaledrath pudo ver el charco de sangre creciendo
que se extendía alrededor de ambos cuerpos mientras él y su familia se
escurrían entre las dos hojas apenas abiertas y huían, noche adentro,
como los criminales en los que se habían convertido.
Aquello no estaba bien. Un jefe de guardias altos e invencibles, no
podía matar a los guardias altos e invencibles a los que comandaba.
Sin que nadie lo viera, Khaledrath lloró y el viento nocturno lamió sus
lágrimas con fría suavidad mientras las luces de su hogar quedaban
atrás.
Fue un viaje duro del que no le habían quedado recuerdos salvo frío,
mucho frío, cansancio y hambre, y el rostro pálido de su madre
mirándolo desde arriba, el pelo rubio ahora deslucido, enmarañado y
sucio, y su padre, cada día más macilento y pálido. Se despertase a la
hora que se despertase, su padre estaba siempre despierto, sentado
junto a la hoguera, con la espada sobre las rodillas y los ojos
clavados en la oscuridad circundante.
Su hermano deliró un par de veces, pero pareció mejorar con el viaje.
Y así era como habían llegado a lo que siempre consideró su hogar.
Su padre había utilizado parte del contenido del pesado talego para
comprar una pequeña granja a un día de Maradon. El talego había dejado
de pesar tanto, pero la granja estaba rodeada de una hilera de nogales
y cerezos y su padre había agrandado el establo con sus propias manos.
Había comprado algunos caballos y con esto el talego prácticamente
había quedado vacío.
La espada y la armadura habían quedado olvidadas. La espada sobre la
chimenea y la armadura encerrada en las profundidades de un arcón.
Su padre ya no era el arrogante soldado de la reina de Andor que había
sido. Las manos se le habían encallecido aún más por el duro trabajo del
campo, y tanto él como su madre estaban curtidos y castigados por el
sol, pero la vida había sido buena.
Ragadith había mejorado y las pesadillas se hicieron cada vez más
intermitentes hasta casi desaparecer. Hasta casi desaparecer, pero aún
pervivían.
Y las cosas extrañas seguían sucediendo y su hermano había crecido cada
día más silencioso y extraño. A veces se quedaba con la mirada perdida,
observando cosas que solo él podía ver y otras podía predecir ciertas
cosas. No cosas importantes quizás, cuando iba a llover, cuando iban a
tener la visita de un buhonero o de algún vecino cercano, pero esas
cosas ocurrían y con el tiempo Khaledrath supo que solo hubo una vez en
que Ragadith no supo predecir la llegada de forasteros y nunca tuvo la
oportunidad de volver a hacerlo.
Todo parecía tranquilo. Era un día luminoso de otoño y el sol alejaba
los fríos del norte. El invierno aún parecía lejano.
Su padre acababa de llegar de la venta de caballos otoñal y los
beneficios habían sido buenos. Khaledrath lo vio llegar desde el pajar,
donde se encontraba amontonando el heno de la última cosecha. vio como
su padre llegaba a caballo y entraba en la casa, dejando el caballo
atado a una estaca y sabedor de que su hijo Ragadith lo llevaría a la
cuadra.
Ragadith apareció cinco minutos después, arreando a las ovejas y
metiéndolas en el redil. Luego, con total tranquilidad guardó el
caballo y entró a su vez.
Khaledrath siguió su tarea y fue entonces cuando, por uno de los
ventanucos del lado opuesto al frontal de la casa, vio llegar a unos
jinetes a campo través.
Eran cinco. Tres mujeres y dos hombres. Los hombres iban armados, con
capas muy distintivas y espadas de diferentes tipos.
Las mujeres tenían algo extraño que hizo que Khaledrath se alarmara.
Bajó corriendo del pajar e irrumpió en tromba en casa. Sus padres
palidecieron cuando les describió al grupo que se aproximaba y Ragadith
quedó inmóvil, espantado, sacudido por temblores.
--No hay escapatoria -le dijo su padre a su madre-. No huiré más.
Tanto Khaledrath como Ragadith habían sido entrenados por su padre en
el uso de la espada pero éste no quiso ni oír hablar de que lo
apoyaran.
Recordaba que su padre había mirado por la ventana y había visto a los
cinco desconocidos que se acercaban a pie a la casa, inexorables.
Observó con temor creciente a una de las mujeres, que vestía un chal
rojo.
Khaledrath había entrado en su cuarto y estaba ciñéndose la espada al
cinto cuando un golpe tremendo lo hizo caer.
Lo siguiente que recordaba fue despertar bajo aquella viga, bajo los
restos destruidos de su hogar.
Lloró, gritó, se desgañitó y se despellejó las manos intentando
levantar la viga que lo aprisionaba y luego cayó en un estado apático
en el que permaneció durante horas.
La graba crujió bajo unos pasos firmes y unas voces se llamaron entre
sí.
--Parece que han muerto todos -dijo una voz de tono acerado y claro-.
--No todos -replicó otra voz más áspera y cortante- Hay un chico bajo
aquella viga, le he estado observando antes de traeros y está vivo. Los
otros de ahí deben de ser sus padres.
--Que Galdrak te ayude a sacarlo. Puede que sepa algo sobre lo que ha
pasado aquí.
--¿Lo que ha pasado aquí? -se mofó la primera voz- Está muy claro,
Theomund. Las brujas han estado aquí y han hecho de las suyas. Esta
casa era sólida antes de derrumbarse y esas marcas... de ahí y... de
ahí.... eso solo lo puede haber hecho alguno de sus maleficios.
Khaledrath notó como la viga se movía y el dolor le recorrió el torso
cuando el asfixiante peso disminuyo. Tosió roncamente mientras el polvo
formaba una nube que le impedía ver.
Unas manos fuertes y poco gentiles lo agarraron de los sobacos y lo
sacaron a tirones de debajo de los escombros.
Tosió y se limpió los ojos y se encontró mirando la cara severa de
corta barba negra de un hombre bajo, fornido y curtido, vestido con una
armadura de cuero y armado con una espada ancha al cinto y un arco a la
espalda.
Junto a él, un hombre alto y nervudo vestido con una cota de malla gris
y una capa blanca algo deslucida dejó caer la viga que aprisionaba a
Khaledrath y lo miró como si todo aquello fuera culpa suya.
--¿Eran tus padres, chico? -le preguntó señalando detrás de sí-.
--Sí -susurró conmocionado-.
Su padre yacía con la espada rota en la mano y con el peto abollado y
mellado aún puesto. Parte del metal parecía haberse derretido y la
sangre coagulada colmaba los orificios perfectamente redondos que lo
atravesaban. La muerte de su madre le pareció clara, o quizás algún
recuerdo volviera a su memoria de forma paulatina. Abrazaba el cadáver
de Ragadith y una flecha de plumas verdes los unía en el postrer
abrazo.
De su hermana no había rastro alguno.
--Sí, chico. Tu madre intentó salvar a tu hermano con su último
aliento. - el individuo vestido de cuero se volvió a un hombre alto y
de aspecto severo-. ¿Nos lo llevamos, théomund?
Théomund vestía una bruñida cota de malla larga, brazales de acero
esmaltado y un peto de acero espejado sobre la cota en cuyas hombreras
resplandecían rayos plateados cincelados sobre el metal. Una capa de
deslumbrante lana blanca como la nieve le ondeaba en pliegues sobre la
armadura, sujeta por un broche en forma de sol dorado sobre el hombro
izquierdo.
--Enséñanos las manos, muchacho -dijo el tal Théomnund-.
Khaledrath extendió los brazos y abrió las manos. Los cayos que la
empuñadura de la espada le habían dejado a fuerza de empuñarla durante
sus largos entrenamientos eran perfectamente visibles.
--Solo una espada deja esos cayos. Mira a ver que puede hacer,
Galdrak.-dijo théomund al hombre vestido de malla gris-.
Éste asintió y sonrió complacido.
Acto seguido le asestó a Khaledrath un revés con una mano enfundada en
malla que lo hizo caer sentado al suelo.
--Levántate y mátame si aún te quedan redaños, mocoso -le espetó-.
Khaledrath se enfureció apenas, la pena lo ahogaba demasiado como para
sentir ira.
--Trae eso, Ramsein. Debe de ser suyo.
El hombre embutido en cuero había sacado de entre los escombros una
espada larga en una vaina negra con el cinto de cuero enrollado
alrededor.
Khaledrath la reconoció, era su espada.
Ramsein se la arrojó sin decir palabra a Galdrak, quien la atrapó con
la mano izquierda por la parte media de la vaina y la desenvainó con
soltura con la mano derecha, acercándose la hoja a los ojos.
--Já, no es mala para pertenecer a un mocoso lloriqueante. Buen acero
de las forjas de Caemlyn, apostaría yo. Tómala, mocoso, y muéstranos si
eres digno de recibir un plato de comida diario.
Diciendo esto se la arrojó a khaledrath con la empuñadura por delante.
Éste no se inmutó y la empuñadura le golpeó la frente dolorosamente.
Miró el cuerpo de sus padres mientras sentía como la sangre se le
acumulaba en un enorme chichón.
--Lo que digo, un simple mocoso sin agallas. Supongo que tu miserable y
cobarde padre era igual, por eso lo mataron como se mata a un cerdo en
otoño. Cualquier idiota podría haberse encargado de un par de brujas y
sus mascotas, pero al parecer tu padre excedía a cualquiera en idiotez,
torpeza y sobre todo, cobardía.
La cara de su madre tenía la palidez que solo la muerte proporciona, y
un grueso hilo de sangre seca colgaba de sus labios.
--Tu madre debía de ser una ramera de muy baja estofa para aparearse
con alguien así, ¿no es cierto?
Su mano saltó y abrazó la empuñadura del arma en un gesto metódico,
entrenado miles de veces. Se incorporó de un salto y abatió el arma de
punta, directamente hacia el abdomen de aquel desconocido cuyas
palabras le taladraban la mente dolorida.
Galdrak casi fue sorprendido por lo súbito del ataque. El casi
consistió en propinarle un soberbio puntapié en la cadera que mandó a
Khaledrath al suelo. Rápido y ágil, debido a la práctica, se levantó y
se puso en guardia de nuevo, pero Galdrak ya tenía la espada en la mano
y su sonrisa burlona se había ensanchado aún más.
--¿qué es esto? El hijo de un cobarde y una ramera sujetando una
espada. Cuida de no cortarte, mocoso.
Khaledrath atacó esta vez con mesura y cuidado, tal cual le había
enseñado su padre. Procuró aislarse de sus emociones y se dejó llevar
por la técnica.
Amagó al vientre de nuevo pero en pleno movimiento apuntó su hoja hacia
el muslo de Galdrak, donde la arteria recorría la pierna. La abertura
que la cota de mallas tenía para facilitar los movimientos del hombre
cuando montaba a caballo le daba la posibilidad de acertar en su
objetivo.
La guarda de su contrincante, no obstante, se desplazó hacia abajo a la
par que su hoja y su arma fue desviada aún más hacia abajo, lo que casi
le obligó a soltarla.
Retrocedió de un salto y volvió a atacar, esta vez dirigiendo un golpe
alto, hacia la cabeza. La espada de Galdrak volvía a estar allí y su
sonrisa amenazaba con dividirle el rostro.
Retirando la espada giró, y saltó de costado intentando
desequilibrarlo, y asestó a la par una estocada paralela al movimiento
de su cuerpo, pero su oponente simplemente se echó atrás dejando la
pierna derecha estirada y Khaledrath tropezó con la improvisada
zancadilla y rodó por el suelo, aunque consiguió no soltar la espada.
Recibió un duro puntapié en una pierna y se levantó como pudo justo a
tiempo para detener con su arma el golpe brutal de Galdrak.
No volvió a atacar más. La lluvia de golpes, estocadas, puntapiés y
mandobles que le llovió fue tal que no pudo hacer otra cosa que
esquivar, parar y fintar como mejor pudo. Comenzó a sudar mientras que
su oponente parecía seguir igual de fresco y recio. Varias veces no
pudo detener los golpes y la espada se detuvo a pocos centímetros de su
cuerpo en lo que pudo ser un golpe mortal.
Un insólito e inadvertido arpegio musical vino a acompañar el combate,
y a continuación algo golpeó a Galdrak en la cara. Este blasfemó,
desarmó de un revés a Khaledrath, cuya espada rebotó estrepitosamente
varios metros más allá, retrocedió unos pasos y se frotó el pómulo
derecho con vigor.
--Deja ya al pobre muchacho, mi risueño y jocoso Hijo Galdrak, ya has
demostrado sobradamente que eres más hábil combatiendo que un mozalbete
de diez años. La Luz guarde e incremente tu consumada habilidad de
espadachín durante luengas eras.
Ambos combatientes se volvieron hacia la templada voz que hablaba con
un tono tan desenfadado.
Un hombre bajo y delgado como un junco, de pelo dorado, ojos azules y
rostro agraciado y risueño se erguía al borde de las ruinas.
Iba vestido con ropas elegantes aunque funcionales y una ampulosa capa
de vivos colores le caía garbosamente a la espalda.
Sostenía una pequeña arpa dorada sobre la cadera izquierda y en la mano
derecha hacía rebotar una daga como la que yacía a los pies de Galdrak.
--Bardo insolente.... -escupió Galdrak- Algún día te borraré esa
sonrisilla de un bofetón que haga rodar todos esos preciosos dientes
por las Tierras del Oeste de una punta a otra.
--Sí, sí, mi querido Galdrak. Pero hoy no. Ahora, sé gallardo y deja al
muchacho en paz.
--Nos lo llevamos-Convino -Théomund- que había permanecido impertérrito
y atento observando a los contendientes y al que no parecían hacer
mella la discusión de dos de sus hombres.. Queda bajo vuestro cuidado.
Os doy tres minutos para que intercambiéis maldiciones, chanzas y
agudezas. Quiero partir hacia el sur lo antes posible.-y esto diciendo
giró sobre sus talones y se alejó a paso firme-.
--Cómo te llamas, muchacho? -preguntó Ramsein con un tono rudo pero
bajo el que se percibía cierta dosis de amabilidad y respeto-.
--Khaledrath.
-Bien, Khaledrath. Seré conciso. Tus padres han muerto, tu hermano ha
muerto y tú no tienes casa, ni hogar ni posesiones ni familiares. Las
brujas de Tar Valon te lo han quitado todo. ¿te gustaría vengarte?
--Sí -susurró el aludido con fervor-.
--Entonces vendrás con nosotros. Yo soy Ramsein, explorador y miembro
de pleno derecho de los hijos de la Luz. El que se va por allá es
Théomund Sargento de la orden de los Hijos de la Luz.
--Y contra lo que cabría esperar -añadió el hombre del arpa- no se ha
tragado una espada ni nada parecido.
--Te ofrecemos una vida dura -continuó Ramsein-. no te faltará nunca
comida, refugio ni sustento pero habrás de entrenarte muy duro a
cambio. No regalamos limosnas. Y tu mayor recompensa será contar con
miles de hermanos que darían la vida por ti, aunque tú también estarás
dispuesto a entregar tu vida por ellos si fuese necesario. La Luz está
de nuestra parte y los Amigos Siniestros que sirven a la Sombra son
nuestros únicos enemigos. Las brujas de Tar Valon son una banda de
Amigos Siniestros de la peor calaña que uno pueda encontrarse. Si
aceptas vestir la capa blanca, podrás hacerles pagar muy caro sus
maldades. ¿aceptas?
Tres horas más tarde, Khaledrath montaba uno de los caballos
recuperados de las tierras de su padre. Los otros se habían unido al
rebaño que el contingente de una treintena de Hijos de la Luz conducía
con gran trabajo hacia el sur, hacia las tierras de Amadicia para
incorporarlos a su caballería de élite. A su alrededor, marchaban
jinetes armados y vestidos con cotas de malla. Las capas blancas
ondeaban a su espalda y por delante aguardaba un largo viaje hacia la
venganza.