jueves, 21 de julio de 2016
De Khaledrath. Historia III.
El viaje hasta Amadicia no careció de otros incidentes. Se mantuvieron
al oeste de Caemlyn y abandonaron el bosque cerca de Cuatro Reyes. De
allí, tomaron el camino del sur y a marchas forzadas pronto cruzaron la
frontera y entraron en Murandi. Ramsein le contó a Khaledrath que se
trataba de un reino débil aunque fértil y podría resultar próspero bajo
una dirección firme y adecuada. Los Hijos de la Luz marchaban relajados
pues al parecer el rey tenía poco poder y los nobles gastaban todas sus
fuerzas en pelearse unos contra otros por pedazos de territorio o de la
capital, Lugard.
--Algún día los Hijos cruzarán el Eldar y el Manetherendrelle y pondrán
orden en estas tierras, más, por el momento nosotros no tenemos nada
que temer.
Cruzaron el Manetherendrelle en una gran balsa plana que tuvo que hacer
varios viajes para cruzar a hombres y caballos. El barquero fue
largamente recompensado, pero además resultó ser uno de los hombres al
servicio de los Hijos y aportó información a Théomund que pareció ser
muy de su gusto.
La travesía por las colinas del Muro de Garren fue larga y algo tediosa
y se cruzaron con tan solo algunos viajeros y mercaderes que traficaban
con sus productos entre Murandi, Andor y Ghealdan.
Entraron en esta nación sin novedad, y Khaledrath observó que algunas
gentes los rehuían o los miraban con mal disimulado desagrado mientras
que otros los saludaban y los jaleaban. Al parecer, los Hijos estaban
extendiendo su influencia hacia aquel pequeño reino y la opinón de sus
habitantes estaba dividida al respecto.
En Samara, la primera ciudad de importancia que Khaledrath veía desde
que abandonara su hogar en el norte, Théomund les consiguió pasaje en
un barco que hacía el trayecto fluvial hacia el sur. Pocos días después
desembarcaron en Amadicia y enseguida Théomund despacho mensajeros
montados que portaban cartas con informes y nuevas de las tierras del
norte.
En cuanto a Khaledrath, partió con algunos hombres y Galdrak bajo un
sol ardiente hacia las llanuras del centro del país.
Les llevó algunas jornadas cruzar las resecas llanuras donde pacían
grandes rebaños de ovejas y se desparramaban algunas aldeas de
pastores.
Al atardecer del último día vislumbraron una fortificación robusta e
impoluta que se alzaba sobre un altozano en medio de la llanura pelada.
--Tu destino mocoso -gruño Galdrak acercándose a caballo-. Uno de
nuestros centros de entrenamiento. ¿Pensabas que ibas a ser recibido en
Amador por el mismísimo capitán general? Pues en vez de eso tus
próximos años de vida transcurrirán en uno de los nidos de ratas más
execrables de toda nuestra orden. Veremos si sobrevives al
entrenamiento.
Guardias de capa blanca y cotas de malla bruñida les abrieron las
puertas de roble aherrado y les dieron paso al patio empedrado.
Fue grande la sorpresa de Khaledrath cuando se enteró de que no era el
único huérfano recogido por los Hijos. Al parecer. aquel fuerte no solo
servía de base de operaciones a la orden, si no que también oficiaba como
campo de entrenamiento.
La fortificación se elevaba sobre una colina poco importante que
dominaba las llanuras amadicienses y la muralla cuadrada formaba la
parte trasera de los edificios. En torno al patio se distribuían
cocinas, establos, barracones y los aposentos de los oficiales,
incluyendo los calabozos de la fortaleza.
Además de él otras cuatro docenas más de muchachos desarrapados
recogidos a lo largo y ancho de las tierras Occidentales, formaban el
grupo de aspirantes a Hijos de la Luz. Mendigos, huérfanos, rateros,
ladrones, hijos segundones o hijos de campesinos que no podían mantener
a más familiares se amontonaban en los barracones.
Pero no había distinción entre ellos. Daba igual su ascendencia o
nacionalidad. Todos recibieron la misma túnica blanca (la capa deberían
ganársela) la misma espada embotada, casco, peto, escudo y cinturón de
cuero con vaina y un par de botas de cuero corriente. Todos se sentaban
a la misma mesa y comían el mismo rancho, espartano y simple pero
nutritivo y de calidad. Y todos ellos deberían actuar como un solo
hombre si algún día llegaban a vestir la capa blanca.
El entrenamiento de Khaledrath comenzó con una sorpresa desagradable.
Al alba del primer día, se los llamó a formar en el patio cuando aún el
alba no era más que un tenue halo luminoso en el este. En el patio de
entrenamiento, erguido junto al estafermo, vestido con la cota de malla
gris, la mano enguantada sobre la empuñadura de la espada los esperaba
su maestro de armas: Galdrak en carne y hueso.
El entrenamiento fue duro desde el principio, y no hizo más que
aumentar en rudeza y exigencia.
Los aprendices se levantaban con el alba y debían de tener su equipo
listo y reluciente para pasar la revista y formar en el patio en pocos
minutos. La menor mácula en armas y armaduras era duramente castigada
hasta el punto de que una hebilla mal abrochada equivalía a pasar un
día sin comer. Los castigos corporales eran más raros, aunque el látigo
hacía a veces aparición, especialmente por faltas de respeto,
reales o imaginadas hacia un superior. Y superiores eran todos aquellos
que vestían la capa blanca, desde el último y más joven soldado hasta
los oficiales con el nudo o las estrellas.
A menudo Galdrak los despertaba en plena noche y los obligaba a partir,
perfectamente equipados, en largas marchas nocturnas por las agrestes
llanuras amadicienses en jornadas que podían durar entre dos horas y
día y medio y tras las cuales caían agotados en sus camastros. El
equipo que se les cedía no era útil en combate, pero el peso era
realista y las armas eran funcionales para el combate pese a ser
difícil que alguien resultara muerto o herido de gravedad.
Se les entrenó en el uso del arco y la lanza a pie, y tras algunos
meses de practicas de equitación se les comenzó a enseñar el manejo de
la lanza de caballería. Pero lo que más tiempo les demandaba era el
combate con espada y sus diversas técnicas, y durante largas horas,
lloviera, helara o hiciera sol, el resonar de las espadas y los escudos
inundaba el patio y las estancias del fuerte.
Más adelante comenzaron a luchar en conjunto, formando una sola
compañía o un par de ellas que se enfrentaban, y los castigos para los
perdedores eran lo suficientemente intensos como para que todos se
esforzaran en resultar el bando vencedor. No todos ellos fueron capaces
de soportar el entrenamiento. Algunos fueron lesionados de gravedad y
otros murieron, y unos pocos huyeron. Siempre que esto sucedía un par
de jinetes hábiles en el manejo del arco partían con veloces caballos
de refresco y antes o después regresaban, y nunca se volvía a mencionar
el nombre de los desertores sopena de recibir una buena sarta de
latigazos.
Aún así, Khaledrath se sentía cómodo en aquel ambiente, y cuando los
moratones, hinchazones y heridas no le permitían dormir, clavaba los
ojos en el techo de madera y recordaba los cadáveres de su familia. Y
este pensamiento le hacía olvidar el dolor hasta que se dormía.
Los años pasaron deslizándose como la hoja de una espada bien afilada
entre las costillas de un enemigo y cinco años más tarde Khaledrath y
sus compañeros, menos de la mitad de quienes habían comenzado el
entrenamiento, estuvieron listos para entrar a formar parte como
reclutas de los Hijos de la Luz, aunque, según Galdrak, culpable de no
pocas deserciones por sus brutales métodos de entrenamiento, no servían
ni para matar a un comerciante cairhienino borracho, aunque esta
comparación probablemente fuese destinada a ofender a los reclutas de
este reino, bastante numerosos gracias a las guerras con Andor que
habían dejado no pocos huérfanos en las riberas del Alguenya.
La ceremonia fue larga y solemne, y los juramentos largos y
complicados, pero pronto unos veinticinco jóvenes desfilaron con
ataviados con cota de malla, tabardo blanco con el sol grabado y una
pulcra capa de lana blanca virgen. Las espadas que recibieron eran de
buen acero, funcionales y perfectamente equilibradas aunque exentas de
todo adorno. Y tenían un filo cortante.
A partir de aquel momento los reclutas recibían una pequeña paga por
sus servicios y fueron distribuidos a lo largo y ancho de Amadicia,
asignados a distintas compañías y regimientos. En el caso de Khaledrath
y media docena más se quedaron en el fuerte aunque comenzaron a
patrullar y llevar a cabo misiones de poca importancia bajo la atenta
supervisión de los soldados de pleno derecho y los oficiales de bajo
rango.
El entrenamiento se reanudó con más intensidad si cabe, puesto que a un
recluta se le exigía más que a un simple novato que no pertenecía
siquiera a los Hijos, y todo recluta debía de ser lo suficientemente
hábil como para ser aceptado como soldado de los Hijos, es decir, la
masa principal de los guerreros de la orden.
A los entrenamientos militares se les unió el adoctrinamiento bajo los
auspicios de los llamados Interrogadores, aunque rara vez se les
llamaba así en voz alta. Para el joven Khaledrath, con un odio ya
enraizado y un ansia de venganza que a veces lo torturaba, las
diatribas contra las brujas de Tar Valon y todos aquellos capaces de
encauzar le llegaron muy hondo y prendieron un fuego en su corazón que
ardía con viveza. Sus visitas a algunos pueblos altaraneses de la
frontera y el caos reinante que percibió contrastaban vivamente con el
orden y la pulcritud de las aldeas amadicienses y se convenció, ayudado
por su instrucción, de que los Hijos eran la única Luz que podía poner
orden en el mundo, sacudido por la maldad, la avaricia, la codicia, el
egoísmo y la decadencia.
Fue así, que, tanto por dentro como por fuera, tanto empuñando las
armas como esgrimiendo el ideario de la orden, Khaledrath se aproximó al
día en que pasaría de ser un simple recluta a un soldado de la
caballería de los Hijos. Un paso más en su ascenso hacia un poder que le
permitiría una venganza adecuada a sus deseos.
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