martes, 30 de mayo de 2017

De Keiven. Haciendo el equipaje.




El mandato de Sartek, convertido en mi mentor por un periodo tan breve como mi capacidad de vaciar mi mente con la visión de la llama, era inapelable. Sobre todo si venía impelido por la voluntad de la propia Sede Amyrlin. Convertirme en guardián… Solo un día antes, todos mis desvelos se concentraban en mi deber y en el servicio en las patrullas de la caballería de Shienar y, si acaso, en mis escarceos con la música que había constituido hasta entonces el único alivio de la pesada carga de contener el cada vez más agobiante avance de la Llaga.
Llegué a mi barracón para empaquetar mis exiguas pertenencias. «Tienes que pasar por casa…», dijo una vez más aquella voz que creía escuchar en las paredes interiores de mi cráneo. Por fortuna, nadie lo había percibido hasta el momento y me había guardado bien de dejarlo traslucir. Solo me faltaba que alguien pensara que estaba loco. Las palabras se convirtieron en una letanía que me martilleaba las sienes y llegó a entorpecer mis acciones. No podía entretenerme pero también era cierto que disponía de tiempo de sobra para correr hasta la calle donde se hallaba mi hogar y despedirme, tal vez por última vez, de los muros del que había sido el hogar de los Den’Astur desde tiempo inmemorial. Tan pronto decidí hacer caso de la velada sugerencia, el eco desapareció de mi cabeza, permitiendo que me concentrara en terminar mi equipaje. Lo odiaba, pero puede que en Tar Valon pudieran hacer algo al respecto si me atrevía a confiar a alguien mi problema. Si iba a acudir a la Torre blanca en uno de aquellos accesos que había visto abrir a las Aes Sedai y de los que se decía que permitían viajar a distancias considerables en un parpadeo, no necesitaba hacerlo con mi uniforme. Sí, en casa tenía algunas ropas más acordes con mi nuevo destino.
Utilicé el llavón en las grandes puertas macizas y me asaltó el delicioso aroma de un espetón en la cocina, aunque las estancias se hallaran tan vacías como siempre, la principal razón por la que prefería usar mi jergón de los cuarteles en lugar de habitar una casa solitaria. La sensación desapareció como había llegado, dejando en el aire tan solo el olor del polvo acumulado. «Abre el cofre del sótano». ¿Más instrucciones? Era absurdo, pero ya sabía cómo se las gastaba mi voz interior cuando se ponía pesada. Encendí una vela y descendí los gastados escalones, convencido ya de que encontraría el dichoso arcón aunque no lo hubiera visto en las contadas ocasiones en las que había bajado allí.
Una corriente de aire imposible me guió como si tirase de una de mis orejas hacia un rincón plagado de telarañas. Suspiré. La ira bullía en mi interior de nuevo y tuve que hacer acopio de energías para dejarme envolver por el conocimiento que la astucia de Sartek me había proporcionado. El calor de mis entrañas se apaciguó al carecer de oxígeno con el que alimentarse. Aparté sin miramientos los objetos inservibles que ocultaban la esquina. Algunos bichos se alejaron del resplandor de la luz al acercarme y, en ese preciso momento, descubrí el cofre. Sin sorprenderme ya de nada, levanté la tapa. De algún modo, sabía que no necesitaría una llave para desbloquearlo. Su contenido, en cambio, si me hizo parpadear: un largo abrigo de cuero negro que, pese a su evidente antigüedad, se conservaba bien y limpio. En una solapa, relucía un emblema dorado que representaba una garra por encima de un sol naciente. Me encogí de hombros. En su interior, envuelto por la prenda, había otro objeto, alargado y ligero. Se trataba de una espada y no dudé en sacarla de la gastada vaina en la que estaba enfundada. El filo era perfecto, sin mella, como recién salida de la forja. Llamó mi atención una solitaria palabra inscrita junto a la cruz: Aris, y desde el primer momento tuve conciencia de que no se trataba de una mera declaración de intenciones, sino del verdadero nombre del arma. Casi esperé que la voz dijera algo más, pero mantuvo silencio, agazapada en algún rincón de mi mente, aguardando el momento de volver a incordiar.
De pronto, me di cuenta de que no disponía de demasiado tiempo. Me puse el abrigo, que me calzaba perfecto, y me ceñí la espada al cinto después de dejar la mía en el mismo arcón. Debía presentarme ante la hermana que me abriría, previa presentación de la carta que me había entregado Sartek, la puerta a mi nuevo futuro.



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