Mientras
realizaba su primera visita a la sorprendente y maravillosa ciudad de Caemlin,
Velahiz oyó rumores acerca de aes sedai, aes sedai que se hospedaban en una de
las tantas posadas distribuidas en diferentes puntos a lo largo y ancho de la
gran urbe. Aquella en particular se hallaba junto al Camino del Muro, rumbo al
sur, y los viajeros comentaban que allí también se alojaban unas cuantas
muchachas campesinas que habían llegado en su compañía.
Al
comienzo Velahiz pensó en extremar cuidados y poner distancia con esas mujeres
vinculadas al poder, pues prefería no despertar sospechas y continuar
salvaguardando su libertad, pero finalmente creyó que sería preciso tomar
ciertos riesgos con el fin de facilitar el camino de su aprendizaje. La joven
concluyó en que, llegado el momento, hallaría el modo de escabullirse antes de
caer de bruces dentro de la
Torre Blanca o quedar para siempre a su merced; al fin y al
cabo, ya lo había conseguido una vez. Sin embargo, ésta era tal vez una
oportunidad, y seguramente podría servirse de ella siempre y cuando actuase con
inteligencia y cautela.
Al
tiempo que se dirigía a la posada, la muchacha se preguntó si cabría la
posibilidad de que ella misma hubiese estado encauzando el poder único durante
las últimas semanas, o empleándolo de alguna forma insospechada, tal vez sin
advertirlo siquiera. Inmediatamente desechó tales suposiciones, pues a pesar de
su completa ignorancia en lo referente a su don, la joven no lo creía probable.
Últimamente había estado sintiéndose muy extraña. . ., pero dedujo que sus
permanentes preocupaciones con respecto a aquel asunto la estaban haciendo
desvariar.
Una
vez localizado el sitio que buscaba, Velahiz no se molestó en hallar un
pretexto adecuado para ingresar y contactar con alguna aes sedai que se
hospedase allí. Dando por hecho que los rumores que corrían por la ciudad eran
ciertos, la joven entró decididamente en el establecimiento y manifestó la
necesidad de ser recibida por una de ellas.
Por
un instante se imaginó a sí misma forzando a una de aquellas mujeres a
transmitirle sus conocimientos sin descanso, día y noche, sujeta a sus
caprichos y obedeciendo las órdenes que ella impartía sin siquiera protestar, y
no pudo más que soltar una risita divertida.
Sabía
que nadie sensato se atrevería jamás a pensar en una aes sedai de aquel modo,
pero Velahiz volvió a reír para sus adentros por las alocadas ideas que de
pronto se filtraban en sus frenéticos pensamientos, y de súbito lamentó que se
tratase de una simple fantasía.
Aunque
no le resultó sencillo, pronto se encontró ante la presencia de una mujer
regordeta, de ojos oscuros y con un aire distraído que lucía un chal de flecos
marrones sobre los hombros. Era difícil calcular su edad.
Pese
a saber que ella ya lo había notado, la joven decidió ir al grano, y sin apenas
detenerse a escoger las palabras correctas, le habló a la aes sedai acerca de
su capacidad de encauzar, al tiempo que hacía girar entre las manos unas
cuantas piedras medianas que había recogido en la calle, de camino a la posada.
El
rostro del hermano de Samia (a quien de pequeña Velahiz llamaba “tío”) cruzó
fugazmente por sus recuerdos una vez que hubo callado. El hombre era un antiguo
juglar, y durante su infancia le había estado enseñando complicados malabares
con numerosas bolas de colores. La joven solía recurrir a aquellos trucos en
las ocasiones en que se sentía nerviosa o impaciente por obtener lo que
deseaba, aunque ya no los ejecutaba con tanta precisión como en los tiempos de
su niñez.
Aguardando
una respuesta afirmativa y entrecerrando ligeramente los ojos, Velahiz continuó
girando las piedras a mayor velocidad, bajo la mirada escrutadora de la aes
sedai.
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