sábado, 24 de diciembre de 2016

De Erisai. Mi diario.


 

Me dispongo a escribir un poco en mi diario mientras espero la llegada de las Aes Sedai a las que me toca servir el té esta tarde. Estoy nerviosa, pero impaciente.

 

Han pasado unos días desde que mi hermano se fue a Canluum. No puedo dejar de pensar en nuestra extraña conversación de aquel mediodía en el bosque. Realmente Ilstar se mostró distinto, reservado. Su habitual alegría bulliciosa había desaparecido. Quizás eran nuestros recién estrenados dieciséis años, quizás las circunstancias, su cada vez mayor responsabilidad en sus desplazamientos más y más lejos.

 

El caso es que yo no puedo permitirme comentarlo con nadie. Con madre porque ella tiene tendencia a preocuparse más de lo debido, y no quiero disgustarla con algo que tal vez no tiene importancia. Mucho menos con mi padre a quien en los últimos tiempos veo bien poco.

 

Por mi parte, yo tampoco me siento muy bien, como le había confesado a Ilstar. Después de aquellos días ya trascurridos en que pareció que la enfermedad me abatía, quedó en mí una sensación que no conseguía ni consigo explicarme. Es física, pero también interior, profunda, algo muy dentro de mí que pone patas arriba mis pensamientos y emociones.

 

Sigo trabajando sin tregua en el palacio, con mi madre cada vez más exigente, a veces incluso injusta con mis pequeños errores de sirvienta en aprendizaje, aunque yo intento comprender la presión de su posición y el tener que responder por mí si algo se tuerce. Odio limpiar y fregotear, pero cada día me gusta más dedicarme a cuidar las ropas de las mujeres de palacio y sus invitadas. Me gusta la serenidad de la tela sobre mi regazo mientras mis manos se deslizan con mucho tiento por ella, con mucho cuidado como si acariciaran una criatura frágil. Desde luego todavía soy muy torpe y apenas me permiten hacer algo más allá de poner la seda en agua tibia, dejar que se empape con un leve toque de jabón y perfume y luego extenderla para un perfecto secado. Apenas puedo hacer algo más que zurcir medias y calzones de los uniformes, que eso ya se me da bastante bien. Anhelo llegar a saber confeccionar mis propios vestidos y bordarlos, sobre todo bordarlos. De hecho, con los retales, coso prendas de no muy buen corte, pero suficientes para mi día a día fuera de palacio. Tiempo al tiempo, como dice madre.

 

Pero a lo que iba, que me desvío de mi propósito. Como no puedo hablar con nadie de mis cuitas, en cuanto me es posible me escabullo a losestablos. Ebien, uno de los mozos, unos tres o cuatro años mayor que yo, siempre está dispuesto a escucharme, es más, creo que le gusta escucharme. Yo le ayudo con las monturas, adoro cepillar sus crines y almohazarlas, me gusta tanto cuidar de los caballos como coger la aguja. Ebien me enseña, es paciente, dice que tengo aptitudes, que puedo llegar a ser una buena jinete. Juraría que no lo dice por adularme. Me siento cómoda sobre el lomo de estos fieles animales. Muchas tardes salimos juntos a la pradera y Ebien me hace practicar hasta que mi trasero protesta y descabalgo con el cuerpo dolorido como si me hubieran hincado astillas en medio de los músculos. Pero mientras dura este ejercicio mi mente se apacigua y me olvido de todo.

 

En otras ocasiones, Ebien me anima a lanzar mi daga para intentar hacer blanco en un círculo que él mismo ha tallado en uno de los postes de madera de una de las cuadras vacías. Siempre me dice “imagina que hay una hermosa yegua en ese compartimento y que si te falla el pulso o desvías el lanzamiento, podrías alcanzarla”. No me gusta que diga eso, pero sirve, me pone en perspectiva, afina mi puntería y actúo con mayor agilidad. Sin embargo, cuando fallo, también imagino con nitidez lo que ocurriría y se me revuelve el estómago. Las armas, aunque sea de un modo tan lúdico e inofensivo, no son lo mío, he de reconocerlo. No obstante, en el norte, quien no haga de las mismas un elemento más de su indumentaria puede llegar a ser pasto de cualquier engendro, así sea una simple rata asquerosa, en el momento menos pensado. Yo siempre la llevo al cinto, y hasta hace muy poco me había limitado a las instrucciones que a todo niño fronterizo nos hacen mamar desde que nacemos. Ebien es un mozo de establos, pero como cualquier hombre en estas tierras podría blandir una espada si las circunstancias lo precisasen, y se esfuerza en inculcarme todavía más eso en mi cabezota llena de ensoñaciones.

 

Marline, mi prima, diría que me gusta Ebien, que pierdo las pestañas por él. Es un buen mozo, sin duda. Quién sabe.

 

Por encima de mis escasas distracciones y del trabajo, prefiero imaginar historias y tratar de ponerles música. Solo he podido acudir dos veces más a la posada donde suele actuar uno de los juglares que visita regularmente Shol Arbela. Me quedo embelesada escuchándolo y viendo con qué naturalidad traza aros en el aire con esas magníficas bolas de colores. Y cuando saca el arpa, vuelo, vuelo con sus notas y con la vibración profunda de la voz del hombre. Tanto así que la última vez me descubrió otra de las sirvientas y le fue con el soplo a mi madre. No soy una niña, pero me costó días volver a sentarme con dignidad. Y como siempre, solo Ebien se hace eco de mis inquietudes, y si me atrevo a cantarle algo flojito, sin enrojecer hasta la raíz de los cabellos, no se ríe de mí. ¡Cuánto añoro y necesito a Ilstar! Solo con él puedo ser yo misma, sin fingimientos ni dobleces. ¿Qué nos deparará la vida?

 

 

 

Luz… Las Hermanas se están instalando en una de las salas. Las veo por el resquicio que deja uno de los tapices. En cinco minutos tendré que entrar a servirles el té. Estoy mareada, aturdida. No sé qué están haciendo pero alrededor de dos de ellas brilla una luz que no sé de dónde proviene, parece que la emiten a través de su piel y las envuelve como una aureola. Creo que me estoy poniendo mala.

 

 

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