Me dispongo a escribir un poco en mi diario mientras espero
la llegada de las Aes Sedai a las que me toca servir el té esta tarde. Estoy
nerviosa, pero impaciente.
Han pasado unos días desde que mi hermano se fue a Canluum.
No puedo dejar de pensar en nuestra extraña conversación de aquel mediodía en
el bosque. Realmente Ilstar se mostró distinto, reservado. Su habitual alegría
bulliciosa había desaparecido. Quizás eran nuestros recién estrenados dieciséis
años, quizás las circunstancias, su cada vez mayor responsabilidad en sus
desplazamientos más y más lejos.
El caso es que yo no puedo permitirme comentarlo con nadie.
Con madre porque ella tiene tendencia a preocuparse más de lo debido, y no quiero
disgustarla con algo que tal vez no tiene importancia. Mucho menos con mi padre
a quien en los últimos tiempos veo bien poco.
Por mi parte, yo tampoco me siento muy bien, como le había
confesado a Ilstar. Después de aquellos días ya trascurridos en que pareció que
la enfermedad me abatía, quedó en mí una sensación que no conseguía ni consigo explicarme.
Es física, pero también interior, profunda, algo muy dentro de mí que pone
patas arriba mis pensamientos y emociones.
Sigo trabajando sin tregua en el palacio, con mi madre cada
vez más exigente, a veces incluso injusta con mis pequeños errores de sirvienta
en aprendizaje, aunque yo intento comprender la presión de su posición y el
tener que responder por mí si algo se tuerce. Odio limpiar y fregotear, pero
cada día me gusta más dedicarme a cuidar las ropas de las mujeres de palacio y
sus invitadas. Me gusta la serenidad de la tela sobre mi regazo mientras mis
manos se deslizan con mucho tiento por ella, con mucho cuidado como si acariciaran
una criatura frágil. Desde luego todavía soy muy torpe y apenas me permiten
hacer algo más allá de poner la seda en agua tibia, dejar que se empape con un
leve toque de jabón y perfume y luego extenderla para un perfecto secado. Apenas
puedo hacer algo más que zurcir medias y calzones de los uniformes, que eso ya
se me da bastante bien. Anhelo llegar a saber confeccionar mis propios vestidos
y bordarlos, sobre todo bordarlos. De hecho, con los retales, coso prendas de
no muy buen corte, pero suficientes para mi día a día fuera de palacio. Tiempo
al tiempo, como dice madre.
Pero a lo que iba, que me desvío de mi propósito. Como no puedo
hablar con nadie de mis cuitas, en cuanto me es posible me escabullo a losestablos.
Ebien, uno de los mozos, unos tres o cuatro años mayor que yo, siempre está
dispuesto a escucharme, es más, creo que le gusta escucharme. Yo le ayudo con
las monturas, adoro cepillar sus crines y almohazarlas, me gusta tanto cuidar
de los caballos como coger la aguja. Ebien me enseña, es paciente, dice que
tengo aptitudes, que puedo llegar a ser una buena jinete. Juraría que no lo
dice por adularme. Me siento cómoda sobre el lomo de estos fieles animales.
Muchas tardes salimos juntos a la pradera y Ebien me hace practicar hasta que
mi trasero protesta y descabalgo con el cuerpo dolorido como si me hubieran
hincado astillas en medio de los músculos. Pero mientras dura este ejercicio mi
mente se apacigua y me olvido de todo.
En otras ocasiones, Ebien me anima a lanzar mi daga para
intentar hacer blanco en un círculo que él mismo ha tallado en uno de los
postes de madera de una de las cuadras vacías. Siempre me dice “imagina que hay
una hermosa yegua en ese compartimento y que si te falla el pulso o desvías el
lanzamiento, podrías alcanzarla”. No me gusta que diga eso, pero sirve, me pone
en perspectiva, afina mi puntería y actúo con mayor agilidad. Sin embargo,
cuando fallo, también imagino con nitidez lo que ocurriría y se me revuelve el
estómago. Las armas, aunque sea de un modo tan lúdico e inofensivo, no son lo
mío, he de reconocerlo. No obstante, en el norte, quien no haga de las mismas
un elemento más de su indumentaria puede llegar a ser pasto de cualquier
engendro, así sea una simple rata asquerosa, en el momento menos pensado. Yo
siempre la llevo al cinto, y hasta hace muy poco me había limitado a las
instrucciones que a todo niño fronterizo nos hacen mamar desde que nacemos. Ebien
es un mozo de establos, pero como cualquier hombre en estas tierras podría
blandir una espada si las circunstancias lo precisasen, y se esfuerza en inculcarme
todavía más eso en mi cabezota llena de ensoñaciones.
Marline, mi prima, diría que me gusta Ebien, que pierdo las
pestañas por él. Es un buen mozo, sin duda. Quién sabe.
Por encima de mis escasas distracciones y del trabajo,
prefiero imaginar historias y tratar de ponerles música. Solo he podido acudir dos
veces más a la posada donde suele actuar uno de los juglares que visita regularmente
Shol Arbela. Me quedo embelesada escuchándolo y viendo con qué naturalidad
traza aros en el aire con esas magníficas bolas de colores. Y cuando saca el
arpa, vuelo, vuelo con sus notas y con la vibración profunda de la voz del
hombre. Tanto así que la última vez me descubrió otra de las sirvientas y le
fue con el soplo a mi madre. No soy una niña, pero me costó días volver a
sentarme con dignidad. Y como siempre, solo Ebien se hace eco de mis
inquietudes, y si me atrevo a cantarle algo flojito, sin enrojecer hasta la
raíz de los cabellos, no se ríe de mí. ¡Cuánto añoro y necesito a Ilstar! Solo
con él puedo ser yo misma, sin fingimientos ni dobleces. ¿Qué nos deparará la
vida?
Luz… Las Hermanas se están instalando en una de las salas. Las
veo por el resquicio que deja uno de los tapices. En cinco minutos tendré que
entrar a servirles el té. Estoy mareada, aturdida. No sé qué están haciendo
pero alrededor de dos de ellas brilla una luz que no sé de dónde proviene,
parece que la emiten a través de su piel y las envuelve como una aureola. Creo
que me estoy poniendo mala.
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