El mandato de Sartek, convertido en mi mentor por un
periodo tan breve como mi capacidad de vaciar mi mente con la visión de la
llama, era inapelable. Sobre todo si venía impelido por la voluntad de la
propia Sede Amyrlin. Convertirme en guardián… Solo un día antes, todos mis
desvelos se concentraban en mi deber y en el servicio en las patrullas de la
caballería de Shienar y, si acaso, en mis escarceos con la música que había
constituido hasta entonces el único alivio de la pesada carga de contener el
cada vez más agobiante avance de la Llaga.
Llegué a mi barracón para empaquetar
mis exiguas pertenencias. «Tienes que pasar por casa…», dijo una vez más
aquella voz que creía escuchar en las paredes interiores de mi cráneo. Por
fortuna, nadie lo había percibido hasta el momento y me había guardado bien de
dejarlo traslucir. Solo me faltaba que alguien pensara que estaba loco. Las
palabras se convirtieron en una letanía que me martilleaba las sienes y llegó a
entorpecer mis acciones. No podía entretenerme pero también era cierto que
disponía de tiempo de sobra para correr hasta la calle donde se hallaba mi
hogar y despedirme, tal vez por última vez, de los muros del que había sido el
hogar de los Den’Astur desde tiempo inmemorial. Tan pronto decidí hacer caso de
la velada sugerencia, el eco desapareció de mi cabeza, permitiendo que me
concentrara en terminar mi equipaje. Lo odiaba, pero puede que en Tar Valon
pudieran hacer algo al respecto si me atrevía a confiar a alguien mi problema.
Si iba a acudir a la Torre blanca en uno de aquellos accesos que había visto
abrir a las Aes Sedai y de los que se decía que permitían viajar a distancias
considerables en un parpadeo, no necesitaba hacerlo con mi uniforme. Sí, en
casa tenía algunas ropas más acordes con mi nuevo destino.
Utilicé el llavón en las grandes
puertas macizas y me asaltó el delicioso aroma de un espetón en la cocina,
aunque las estancias se hallaran tan vacías como siempre, la principal razón
por la que prefería usar mi jergón de los cuarteles en lugar de habitar una
casa solitaria. La sensación desapareció como había llegado, dejando en el aire
tan solo el olor del polvo acumulado. «Abre el cofre del sótano». ¿Más
instrucciones? Era absurdo, pero ya sabía cómo se las gastaba mi voz interior
cuando se ponía pesada. Encendí una vela y descendí los gastados escalones,
convencido ya de que encontraría el dichoso arcón aunque no lo hubiera visto en
las contadas ocasiones en las que había bajado allí.
Una corriente de aire imposible me
guió como si tirase de una de mis orejas hacia un rincón plagado de telarañas.
Suspiré. La ira bullía en mi interior de nuevo y tuve que hacer acopio de
energías para dejarme envolver por el conocimiento que la astucia de Sartek me
había proporcionado. El calor de mis entrañas se apaciguó al carecer de oxígeno
con el que alimentarse. Aparté sin miramientos los objetos inservibles que
ocultaban la esquina. Algunos bichos se alejaron del resplandor de la luz al
acercarme y, en ese preciso momento, descubrí el cofre. Sin sorprenderme ya de
nada, levanté la tapa. De algún modo, sabía que no necesitaría una llave para
desbloquearlo. Su contenido, en cambio, si me hizo parpadear: un largo abrigo
de cuero negro que, pese a su evidente antigüedad, se conservaba bien y limpio.
En una solapa, relucía un emblema dorado que representaba una garra por encima
de un sol naciente. Me encogí de hombros. En su interior, envuelto por la
prenda, había otro objeto, alargado y ligero. Se trataba de una espada y no
dudé en sacarla de la gastada vaina en la que estaba enfundada. El filo era
perfecto, sin mella, como recién salida de la forja. Llamó mi atención una
solitaria palabra inscrita junto a la cruz: Aris, y desde el primer momento
tuve conciencia de que no se trataba de una mera declaración de intenciones,
sino del verdadero nombre del arma. Casi esperé que la voz dijera algo más,
pero mantuvo silencio, agazapada en algún rincón de mi mente, aguardando el
momento de volver a incordiar.
De pronto, me di cuenta de que no
disponía de demasiado tiempo. Me puse el abrigo, que me calzaba perfecto, y me
ceñí la espada al cinto después de dejar la mía en el mismo arcón. Debía
presentarme ante la hermana que me abriría, previa presentación de la carta que
me había entregado Sartek, la puerta a mi nuevo futuro.
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