Tras despedir al joven din Tagrad,
Shaeira abre su cuaderno personal y relee algunas páginas. Después ya se
ocupará de la bitácora.
16 de la tarde del día 8
del mes de Tamaz.
A varias millas de poder avistar por fin la
costa de Tremalking, siento que me está permitido un descanso, si es que hay
descanso posible cuando el agotamiento se instala en las venas por donde parece
que ya ni siquiera corre la sal.
Lo peor que le puede suceder a un navío es
fracasar en una singladura. Esta sentencia se transmite de boca en boca, de una
navegante a otra, de una mujer experimentada a otra que está aprendiendo. La
pronuncian las Señoras de las Olas y sus Maestros, se susurra en toda la escala
jerárquica. Lo que nadie hace es enumerar los motivos que pueden hacerla
fracasar. Y no se hace porque podría llamar a la mala suerte.
Pero muy a menudo, dichos motivos se
materializan, y entonces no hay modo de soslayarlos.
El Padre de las Tormentas desencadenó su
maledicencia sobre la cubierta del Leyenda de Korain. Ahora, tras casi un año
de travesía, volvemos con las manos vacías, habiendo constatado que su
influencia continúa atormentando mares y océanos, costas y tierras.
Partimos por orden de la Señora de los Barcos
con el cometido de intentar, una vez más en nuestro pueblo, completar las
cartas de navegación de las costas del llamado continente de la Tierra de los
Hombres Locos. Asimismo, debíamos asegurarnos de si las condiciones en aquel
lugar dejado de la mano del Creador tan próximo a los hielos eternos del Polo
sur continuaban siendo las mismas de los primeros tiempos después del
Desmembramiento. Hacía cientos de años que nuestros bajeles no se aventuraban
allende los mares conocidos, y los pocos que se habían arriesgado, jamás
volvieron. Jehrmien, mi Maestro de Espadas, mi querido esposo, creyó que a la
Señora le movía el afán de conquistar el continente antes de que los Seanchan,
que comenzaban a causar graves problemas con su maldito Corene, se nos
adelantaran. En mi opinión, y lo defenderé ante el Consejo en pleno si es
necesario, lo único que ansiaba la Señora era alejarme, enviarme a una muerte
segura que a ella le dejara limpias las manos. Tendré que presentarme ante su
insigne autoridad y desafiarla, aunque solo la Luz sabe qué encontraremos
cuando arribemos a puerto. No me importa, así me degrade o me exilie. Soy
consecuente con mis actos y decisiones, y jamás pasaré por alto una afrenta
como la sufrida por mi tripulación y por mi gente. No solo por la humillación
de la que he sido víctima, sino por tantas muertes, tantas pérdidas inútiles y
toda la devastación infligida a quienes han sido fieles al clan y a la familia.
Apoyada en la borda, contemplo la recortada
costa del poblado Amayar. Lejos se distingue un Remontador, a simple vista
diría que pertenece al clan Takana, por el color de sus velas. A veces como
ahora, me asalta la nostalgia, aunque no lo admitiría ni colgada al sol del
palo mayor. Mi infancia no fue demasiado cómoda, teniendo en cuenta que a mi
madre le costó muchas penalidades hacerse un hueco en el Consejo de las Doce.
Nunca me explicó por qué despertaba tantos recelos entre los demás clanes. Ni
ella ni mi padre hablaron jamás de los motivos por los que encontraban tanta resistencia
y oposición, alegando que yo debería labrar mi propia singladura sin el peso
del bagaje de otros. Quizá el argumento era válido, pero luchar sin saber qué
hay que defender no resulta demasiado sencillo.
Sin embargo, desde niña tuve que aprender que, a
pesar de legados y herencias, al final lo que cuenta es lo que uno haga por sí
mismo. Tuve que enfrentarme al duro hecho de que no había nacido con la
capacidad de encauzar. Era uno de mis anhelos más íntimos. Lo deseaba con tanta
fuerza que, cuando la Detectora de mi madre me arrancó la ilusión de cuajo, mi
comportamiento fue tan deplorable que pasé dos semanas limpiando pescado,
mañana, tarde y noche. Llegué a pensar que jamás podría desprenderme del hedor
a tripas. Pero esa no fue la única consecuencia de mi difícil carácter, un
carácter quizá fruto de la constante tensión que se respiraba alrededor de
nuestros barcos.
Creo que ningún Atha’an Miere ha acumulado
tantas horas de castigos: fregando sentinas, sacando brillo una y mil veces a
unas barandillas ya relucientes, colgando cabeza abajo de los pulgares de los
pies hasta el desmayo, cosiendo velas con los dedos sangrantes… mientras mi
madre o mi padre pasaban por mi lado sin siquiera mirarme. No, no es que no me
amaran, por los Ocho Mares que no es eso, porque cuando caía la noche y me
levantaban el castigo, si lo hacían, recibía las atenciones que ellos recababan
para mí, o las que podían ofrecerme por sí mismos en esos momentos. No me
consolaban, solo me prodigaban los cuidados necesarios para mitigar mi dolor o
mi cansancio, y siempre, siempre, acompañando esos cuidados, bien de su boca o
de la de quien se ocupara de ello, surgían consejos que se convertían en el
mejor de los aprendizajes.
Una de las personas de quien recibí grandes
enseñanzas fue precisamente la Detectora que más contribuyó a mis castigos, una
mujer sabia que había leído tantos libros como después, gracias a su
generosidad, pude leer yo. Su sabiduría apenas rozaba límites. Me habló del
Poder Único, de la historia de nuestro pueblo, de las profecías, de los
confinados y sus extrañas costumbres. Me permitió atesorar todo tipo de conocimientos que fueron para mí tan
importantes o más si cabe que todos los castigos disciplinarios recibidos, que todas
las clases de navegación, que todos los viajes como grumete primero y como
tripulante después. Aproveché todo mi tiempo, el que podía sustraerle a mis
obligaciones, para leer, para embeberme de lo que los libros me transmitían.
Llegó un momento, sin apenas apercibirme, que la rebelde muchacha quedó atrás y
surgió en mí la persona que ahora soy; y solo entonces me otorgaron mi nombre
de sal: Estela Gris, por el rastro que la mirada de mis ojos, según dicen, deja
a mi paso.
No obstante, hay cosas cuya explicación no se
halla en los libros, ni en el saber heredado. Mirando al horizonte que comienza
a teñirse de púrpura, sigo preguntándome el porqué del mal que la Señora quiso
infligirnos. Por qué tuvimos que ver cómo los volcanes de la Tierra de los
Hombres Locos oscurecían el cielo con sus emanaciones, por qué los pedazos de
iceberg arrancados a los glaciares por los terribles terremotos destrozaron
parte de nuestro barco. Por qué temibles tormentas nos obligaron a seguir
rumbos imprecisos, tormentas que ninguna de las Detectoras, ni siquiera las dos
juntas, conseguían aplacar. Por qué tuvimos que ver morir a tantos hombres y
mujeres valiosos y buenos, tripulantes fuertes y decididos y a nuestras dos
Detectoras? De no haber sido por la destreza y entrega de mi esposo, yo no
estaría aquí, quizás todos nosotros habríamos fallecido. Tantos meses de
destierro, de navegar a la deriva, de recalar en islas indómitas donde
aprovisionarnos de agua dulce y comida, además de reparar el navío en lo
posible. En la actualidad somos despojos, enfermos, heridos, desesperados… pero
íntegros.
Me aparto de la borda.
Es hora de aprestar toda la dignidad que creí
haber perdido para afrontar lo que debo afrontar. Que la gracia de la Luz se
derrame sobre mi gente, sobre mi clan, sobre aquellos que no tuvieron nada que
ver en la conspiración que nos puso en manos del Padre de las Tormentas.
Cierra el cuaderno y se niega a rememorar
aquella durísima singladura.
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